Narrativa italiana
Me llamo Natalia Ginzburg: soy aquellos que fueron antes de mí...
Por Magdalena Portillo / Lunes 10 de julio de 2023
Fragmento de portada de «Vita immaginaria», de Natalia Ginzburg (Super ET, 2021).
Franca, terriblemente humana y de una prosa conmovedora, la obra de Natalia Ginzburg (1916-1991) no deja a nadie indiferente. La poeta Magdalena Portillo comparte su devoción a la escritora italiana y se detiene en dos libros puntuales Las pequeñas virtudes y Léxico familiar.
Conocemos bien nuestra cobardía y bastante mal nuestro valor.
Está tremenda y maravillosa verdad fue dicha por la escritora italiana que supo hacer de su obra la biografía del mundo. El 14 de Julio de 1916 nacía en Palermo, Italia, Natalia Ginzburg. Llegué a ella gracias a la recomendación del artista y escritor Fidel Sclavo, quien me envió un mail con un fragmento del libro Las pequeñas virtudes. Ese texto me cautivó a tal punto que necesité leer el libro entero. Una vez que finalicé la lectura, me di cuenta de que lo que había leído se quedaría en mí para siempre. Porque la obra de Ginzburg logra eso. Se instala dentro de quien la lee.
Ginzburg decía de ella misma que se consideraba una escritora pequeña. Tan pequeña como un mosquito. Pero que de algo estaba convencida y era de que el oficio de la escritura estaría con ella el resto de su vida. Conocía muy bien ese oficio. Lo llamaba su amo. Eso que se alimentaba de su interior y que ella volcaba en la escritura. Un amo que la ayudaba a vencer el dolor. Decía que le gustaba la idea de saber que no había nadie en el mundo como ella. Y es que el tiempo se encargó de demostrar que así era.
No hay en el mundo escritora como Natalia Ginzburg. Basta leerla para entender que desde su casa en Italia esta mujer estaba hablando de todos nosotros sin conocernos. Sin conocerla nosotros a ella. Ginzburg escribió su vida con la mirada de quien entiende que el mundo puede ser tan pequeño cuando el sentir es grande. Ginzburg era una escritora enorme escribiendo libros como Tutti i nostri ieri (1952), traducido al español como Todos nuestros ayeres; Le voci della sera (1961), Las palabras de la noche; Le piccole virtù (1962), Las pequeñas virtudes en español y Lessico famigliare (1963), Léxico familiar, entre otros. Quiero detenerme aquí en dos de los títulos mencionados: Las pequeñas virtudes y Léxico familiar.
Existen dos tipos de silencio: el silencio con uno mismo y el silencio con los demás.
Sobre Las pequeñas virtudes
Este libro reúne once ensayos en los cuales la autora reflexiona a partir de su experiencia como madre. Ginzburg tuvo tres hijos con su primer esposo, Leone Ginzburg, quien murió asesinado en manos de los nazis. Luego volvió a casarse con Gabriele Baldini, profesor de literatura, con quien tuvo dos hijos. También encontraremos reflexiones acerca del oficio de la escritura. El recuerdo de su amigo, el poeta Cesare Pavese. La pobreza que le tocó vivir mientras transcurría la guerra. El miedo y la experiencia de ser mujer y madre en un mundo cuyo rostro había sido destruido por la atrocidad humana. El miedo que le ha impuesto la guerra a pesar del pasar de los años. Pero también la calma de saber que ese tiempo ha quedado atrás. Una calma que, sin embargo, no está del todo sostenida, pues la guerra ha dejado la sensación del miedo instalado entre las cosas.
Escribe en el texto titulado «El hijo del hombre»:
Si miro a mis hijos cuando duermen, pienso, aliviada, que no tendré que despertarlos en plena noche para huir. Pero no es un alivio profundo y pleno. Siempre tengo la sensación de que el día menos pensado tendremos que levantarnos en plena noche y huir, dejando todo a nuestras espaldas, cuartos tranquilos, cartas, recuerdos, ropa.
También aquí Ginzburg repara en ciertos puntos importantes para la educación de los hijos:
Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes:
No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero.
No la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro.
No la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad.
No la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación.
No el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.
Las pequeñas virtudes es un libro que podría leerse como un pequeño manifiesto contra la educación que acostumbraban a dar sus padres y las instituciones educativas.
Las pequeñas virtudes están ahí. Y en la vida se desea que uno llegue siempre a alcanzar lo grande, cuando lo cierto es que lo grande muchas veces radica en lo pequeño. En pequeñas enseñanzas, gestos, virtudes. En los vínculos que vamos formando. La amistad. El recuerdo de quien ya no está. La convivencia, el amor, la infancia, la guerra y las relaciones humanas son temas que la autora vuelca en estos pequeños ensayos de manera magistral. Una escritora que se consideraba pequeña como un mosquito y que nos enseña la grandeza que se esconde en esas pequeñas virtudes.
Sobre Léxico familiar
Este libro llevó a Ginzburg a ganar el máximo galardón literario italiano, el premio Strega. Fue un premio con respecto al que, cuando lo tuvo en sus manos, Ginzburg solo pudo decir «Gracias». Y qué podía decir cuando ya lo había dicho todo en sus libros.
Léxico familiar guarda la voz de esa mujer que miraba a sus hermanos Gino, Paola, Alberto y Mario mientras su madre se mandaba a hacer vestidos y su padre salía los domingos por la mañana a escalar la montaña. De esa mujer que trabajó en una pequeña editorial que, con el tiempo, se volvería una de las editoriales más grandes de Turín, la editorial Einaudi. Una mujer que escribió uno de los retratos más bellos sobre la amistad que compartió con su amigo Cesare Pavese. De Pavese decía que odiaba las sorpresas y que vivía siempre extrañando a algún amor. Que llegaba comiendo cerezas con paso despreocupado mientras que otros corrían por la calle Re Umberto escapando de la persecución militar. Una mujer que describió su ciudad, el reloj que se paró en una hora y ya nunca volvió a marchar.
En esa ciudad siempre serán las once menos cuarto.
De Léxico familiar, Ginzburg menciona que si bien es un libro basado en su vida, hay un esfuerzo por no ser el centro. Evoca los recuerdos de su infancia desde un lugar de espectadora, aunque aparece la niña Natalia que, según decía su madre, «no daba cordel», dado que no hablaba. Era una niña callada que observaba a su vecino. Que escribía poemas que otros rechazaban y no entendían. La niña va creciendo a medida que el libro avanza. Forma amistades que se mantendrán por años. Verá aparecer a quien mas tarde será su esposo. Con quien tendrá tres hijos y escaparán de una ciudad a otra huyendo de la guerra.
En Léxico familiar, Ginzburg escribe su biografía dejando que sean los otros quien nos la enseñen a nosotros sus lectores. Narra su infancia a través de la mirada de los demás y de esa niña cuya voz se mantiene intacta a lo largo de la lectura. Es decir, si bien entendemos que los años van pasando y que esa niña crece y entra de a poco en el mundo de los adultos, la voz inicial del libro con la que se narra sigue siendo la misma con la que finaliza. Como si la niña Natalia siguiera ahí, en esa sala de esa casa donde veía entrar y salir a sus hermanos, donde escuchaba las conversaciones de su madre con Natalina, donde estaban los amigos de la familia.
Por los pasillos de las páginas del libro, hay un desfile de personajes que pasaron por la vida de Ginzburg y que, de alguna manera, formaron el recuerdo de su existencia con los años. Las novias de sus hermanos, las criadas que corrían temerosas del padre de Ginzburg cuando estaba de malhumor, la complicidad de su madre y de su hermana Paola, las cenas en casas de amigos de sus padres, los hombres que venían a su casa por la noche a esconderse de la persecución. Es que la casa de los Ginzburg se volvió un refugio de aquellos que eran perseguidos por la guerra. Es evidente la inocencia con que la autora narra este escenario siendo ella aún pequeña y mostrándole al lector esa línea que separa el mundo de los adultos del mundo de la infancia.
Corría por el pasillo, tratando de ir en puntillas: enorme sombra de oso a lo largo de las paredes.
Paola me dijo: «No se llama Ferrari. Es Turati. Tiene que huir de Italia. Está escondido. No se lo digas a nadie, ni siquiera a Lucio».
Juré no decir nada a nadie, ni siquiera a Lucio, pero cuando éste venía a jugar conmigo me moría de ganas de contárselo.
Quisiera mencionar que no hay que pasar por alto el maravilloso prólogo del libro, a cargo de la escritora española Elena Medel, en el que comienza con estas certeras palabras:
Me llamo Natalia Ginzburg.
Mi padre, Beppino, ama la ciencia y la naturaleza.
Lidia, mi madre, disfruta en cambio con «el placer de narrar». Tengo tres hermanos y una hermana.
Vivirán lejos y me bastará la ficción para saber qué les ocurre. Cumpliré con los ritos: nacer, crecer, reproducirme. Algún día moriré. También escribiré libros. Quizá, incluso, plante el cerezo de aquella primavera triste de Pavese.
Oigo el ruido de los huesos arrojados contra la pared. Es la voz de todos los que me formaron: una abuela que amaba el orden, Natalina, la fiel, Leone Ginzburg, mi marido, en los tiempos en que yo aún me llamaba Natalia Levi, y tantos otros.
Me llamo Natalia Ginzburg: soy aquellos que fueron antes de mí...
…Yo, Elena, nací con otro nombre y en otros años y en otra lengua, y en cambio todos los recuerdos que Natalia evoca en Léxico familiar se corresponden con los míos…
Es que la esencia de la escritura de Ginzbug radica en eso. Al momento de leerla comprendemos que, si bien hemos nacido en otra parte del mundo, en otra época, bajo otro nombre y otra vida, al leer la obra de esta escritora logramos encontrarnos en ella. Y eso es algo que solo los grandes escritores han sabido lograr. Cualquier calle podría ser la calle Re Umberto. El sonido de la infancia son los otros, las puertas que se abren y se cierran, el bullicio y la incertidumbre de no entender de qué hablan los adultos y minutos después salir a jugar con el vecino, olvidarse, maginar, crecer.
Otras de las cosas que me parece importante destacar de Léxico familiar es la capacidad que tiene Ginzburg de narrar sucesos de extremo dolor, de una manera fresca. Si bien aparece el dolor, este se ve interrumpido por alguna frase que de repente aparece, ya sea dicha por el padre acerca de algunos de sus hijos en tono de reproche o por su madre enojándose con el sastre porque el vestido que se mandó a hacer le queda ancho de hombros. Ginzburg hace del dolor un invitado al que atiende, pero «sin darle demasiado cordel».
«Las de veces que he oído contar esa historia», es una frase que dice su padre y que aparece en el libro tanto al principio como al final. Será el hilo que lleva la narración. No hay historia que uno no conozca más que la de sí mismo. Y, sin embargo, a veces olvidamos. Pienso que Ginzburg escribió este libro como una manera de darle lugar a esa historia que es su historia, pero también la de los otros, escribiendo también en Léxico familiar la historia de nosotros mismos.
La vida empieza cuando todavía somos demasiado jóvenes para comprenderla
Natalia Ginzburg. La escritora que fumaba mientras traducía a Proust. Que observaba a todos desde una oficina en el fondo de una editorial, viendo pasar por allí a aspirantes a escritores que venían con su obra bajo el brazo.
La escritora a la cual la guerra le había arrebatado a su esposo. Una mujer que en su soledad evocaba aquella calle por donde veía aparecer a su amigo. Que descubrió la vida a partir de la atenta observación a las pequeñas cosas que esta ofrece. Y que hizo de su oficio sitio para que también nosotros podamos observar y aprender de las pequeñas virtudes.
Sin duda la obra de Natalia Ginzburg resonará por siempre en la vida de quien la lea.
No quisiera terminar esta reseña sin citar unas palabras del escritor argentino Juan Forn, quien supo ser un lector atento de la obra de Ginzburg.
Nunca quiso aprender a nadar, pero le gustaba meterse en las olas (con el rictus de siempre, por supuesto). No viajaba porque le parecía ñoño ser turista. Odiaba el verano en la ciudad, porque los que estaban solos de pronto tenían la exacta dimensión de su soledad.
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