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Ajuste de cuentas / Canciones desnudas

El espíritu de Janis: Landmark Hotel, L.A.

Por Tabaré Couto / Martes 24 de setiembre de 2019

Amanece gris y hostil la ciudad de Los Ángeles, sus ritmos se aceleran, la agitación se instala hasta que cae la noche y los fantamas de las grandes figuras del rock se pasean por sus calles. Tabaré Couto nos cuenta su primer viaje a L.A. en 1994 y el reencuentro con el espíritu de Janis Joplin en el hotel donde, a los 27 años, se apagó su profunda voz.

Agosto, 1994

Muy temprano por las mañanas, el cielo se ve gris en Los Ángeles. Y en esa franja horaria tan hostil para los forasteros, la humedad, flotando sobre las zonas verdes, comienza lentamente a invadir los rincones de la ciudad y al mismo tiempo que iniciamos el rito de vestirnos para salir a la calle, el mejor y más sofocante calor de los días de agosto, guiña cómplice su pegajoso cariño a los fantasmas y espíritus atrapados en la extensa mole de cemento. Los Ángeles es tan salvaje como impúdicamente bella, atravesada de razas y de estrellas fugaces.

Cuando el cielo empieza a teñirse de azul —porque no es celeste— el césped de un diminuto remanso verde frente al Highland Gardens Hotel —antiguamente llamado Landmark Hotel— recibe un avaro riego en su despertar reseco. Los coches zumban por Franklin Avenue hacia ambos lados y, en el 7047, un hotel achatado se recuesta sobre sus anchos hombros, extendiéndose a lo largo de una puerta amplia que invita a sus habitaciones agobiantes. A trescientos metros se encuentra el Boulevard de las Estrellas, tapizado de pies y manos muy famosas, endurecidas por el cemento y condenadas a los eternos pisotones de los más torpes y golosos turistas que la historia del consumo internacional pueda recordar. Pero allí, en Franklin Avenue, frente al Highland Gardens, todo es ruido de coches acelerados, césped reseco levemente mojado y brisa cálida.

Unos cuantos kilómetros al norte, Haight-Ashbury, en San Francisco, es una postal algo caricaturesca del epicentro hippie que fuera treinta años atrás. Y también en las mañanas se convierte en un sitio de un silencio liviano, que se despereza lentamente. Con sus colores bajo llave, su murales ajados, añorando aquellas noches de brillante movimiento, en San Francisco, en realidad, los recuerdos, la soledad y las muertes roqueras parecen ser más apacibles y poéticas, menos dolorosas y más irreales que las de Los Ángeles. Pero en L.A., la soledad es tan solo soledad a secas, el silencio es vacío rotundo y las muertes roqueras, además de estadísticas frías y decadentes, son tan solo muertes. Por eso los fantasmas y espíritus del rocanrol atrapados en ambas ciudades son tan diferentes: en San Francisco, son almas que parecen flotar en armonía, protegidas por la humedad que llega desde la bahía; en Los Ángeles, sin embargo, sus fantasmas son testigos imperceptibles cuando la luz ilumina el día y se convierten en almas en pena, espectros atormentados y ruidosos, cuando anochece. Saltan por los balcones de los hoteles y se arrojan a las piscinas, por ejemplo, del patio central del Highland Gardens. Sin suerte, entonces, tratan de escapar nadando bajo la luz de la luna. Saben que la ciudad los castigará cuando la luz se haya ocultado. Son espíritus mortificados por su pasado bajo los haces de neón que los vieron morir. A veces, la ciudad los revive contra su propia voluntad, en otros cuerpos inocentes.

Tal vez aquella madrugada del 3 al 4 de octubre de 1970, Janis Joplin —un ser que había escapado de Port Arthur, que representó como nadie el sonido de San Francisco y que no debió morir en Los Ángeles— se topó con algunos de estos espíritus desesperados de soledad que rondaban una mesa repleta de vasos vacíos y sudores de whisky en el Barney's Bearney de West Hollywood. Y con algunos de estos ángeles endemoniados y una hipodérmica que un dealer inescrupuloso cargó con una dosis demasiado pura de paraíso e infierno en polvo, cargada de pesadillas y sueños blancos, la texana se fue a su cama en la habitación 105 del Landmark Hotel para no despertar jamás. Estaba en el 7047 de Franklin Avenue. Frente a un remanso verde que nunca llegará ni siquiera a ser un parquecito para niños y abuelos aburridos. El mismo lugar al que yo volvería unos veinte años después.

Continuará.

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