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Narrativa nacional

Monstruos y perversiones en «Los niños se ahogan en silencio»

Por Giuseppe Gatti Riccardi / Miércoles 12 de junio de 2024
Portada de «Los niños se ahogan en silencio», de Carolina Bello (Fin de Siglo, 2024). Foto de la autora: Eliana Cleffi.

El nuevo libro de cuentos de Carolina Bello condensa una «búsqueda de lo esencial, del hecho desnudo, propósito que se logra por medio de un estilo más crudo y corrosivo». Giuseppe Gatti se acerca a Los niños se ahogan en silencio (Fin de Siglo, 2024) con admiración y lee los cuentos en sus relaciones mutuas, pero también en vínculos con otros libros de Bello.

Los niños se ahogan en silencio, de Carolina Bello (Montevideo, 1983), es un libro necesario que celebra el regreso de la autora al género del cuento, después de las novelas Oktubre (2018) y El resto del mundo rima (2021). Es un cuentario oscuro, tan distinto de los textos anteriores y sin embargo capaz de salvaguardar —consolidándola— esa peculiar forma de observar el mundo que se ha vuelto una marca del estilo de Bello. El título mismo remite al que podría considerarse uno de los dos motivos por excelencia de la recopilación: la impotencia de la infancia ante los atropellos que proceden del mundo adulto, motivo que se junta al de la narración por la narración. A lo largo de los doce cuentos, Bello le impone al lector un periplo interpretativo que obliga a seguir la búsqueda de la autora por dos caminos. El primero, más ligado a los mecanismos de composición de la obra, nos conduce por la senda de los puntos de vista móviles, flexibles, indefinidos, como a querer sugerirnos que todo el libro puede leerse como una reflexión —desde la literatura— sobre el ejercicio de contar. El segundo, ya entrando en lo temático, nos habla —de forma cáustica y corrosiva— de la incomodidad permanente que experimenta el ser humano, del equilibrio precario entre renuncia, hipocresía y perversión. 

Consciente de que el texto se vuelve objeto estético solo en el momento de la lectura, Bello involucra activamente al lector y le exige  una colaboración atenta y continua en el ejercicio de detectar el sesgo de la mirada desde la que el narrador nos cuenta cada historia. Si los huecos del texto deben llenarse apelando a la inteligencia de un lector alerta, las elipsis, lo no dicho y lo que solo se sugiere en voz baja, deben leerse como un modo lúcido de escamotearle —a quien se acerque a los textos— lo obvio. A la manera de Horacio Quiroga, desaparecen de estos relatos tanto los ripios innecesarios como aquellos fragmentos textuales que guían hacia una comprensión demasiado inmediata de las historias. 

Así, Los niños se ahogan en silencio es un libro de relatos que salpica el camino de elementos de indeterminación, a sabiendas de que los huecos textuales y sus zonas de sombra nos ofrecen la oportunidad de la (re)creación íntima y subjetiva de los lugares y las vivencias de la intriga. Es, además, un libro cuya armonía interna dialoga con aquella literatura contemporánea en lengua española que recorrida por una sensación difusa de inquietud se preocupa por darles voz y difundir los relatos de los «vencidos», los que habitan los márgenes. No es casual que una de las claves del libro sea el intento de retratar la perversión de lo pudiente (la madre embajadora, las obras de arte, el poder ir a un psicólogo, poder pagar a niñeras, etc.).

Los niños se ahogan en silencio es un producto literario complejo y profundo, en el que la autora juega con la palabra con la misma finura intelectual que había caracterizado sus trabajos anteriores más maduros (desde el conjunto de cuentos integrados de Urquiza, 2016, hasta el ya mencionado y más reciente El resto del mundo rima, 2021), pero interviniendo en el tono. Se vuelve más impelente la búsqueda de lo esencial, del hecho desnudo, propósito que se logra por medio de un estilo más crudo y corrosivo con respecto a la riqueza de imágenes y asociaciones léxicas de textos precedentes. Oscuridad en el tono de fondo y conciencia de la fragilidad humana van de la mano en relatos en los que la realidad degradada es el reflejo de un mundo que parece haber extraviado sus valores, sin que la autora pretenda juzgar lo moral. En escenarios a menudo relacionados con mundos acuáticos y habitados por figuras derrotadas, Bello invita al lector a preguntarse si aún permanecen algunas pasiones y afectos (entre ellas, el amor en sus múltiples facetas: erótico, sentimental, amical, etc.) como fuerzas capaces de reintegrar al ser humano a un orden, ante el caos del mundo alrededor. 

Ahora bien, en estos doce relatos gobernados por leyes rigurosas que marcan el ritmo de las muchas omisiones y de las pocas revelaciones, ¿de qué tipo de existencias nos quiere hablar la autora? La presencia de varios cuentos protagonizados por niños y niñas («Los niños se ahogan en silencio», «Un verano», «La fuente», «Las cosas como son», «Agüero», siendo los protagonistas de este último dos adolescentes) podría inducir a pensar en el atropello de la infancia como el otro eje temático de fondo. En efecto, la abundancia de relatos centrados en el universo infanto-juvenil visibiliza la modulación esencial que permea el volumen y deja emerger la sensación palpable de que en las vivencias de los protagonistas más jóvenes vibran las cuerdas de una de las preocupaciones clave en la narrativa de Bello: la fragilidad del ser humano. Acompaña tal inquietud un conjunto de motivos colaterales que colocan en primer plano el miedo y la soledad, aun en contextos ficcionales hiperpoblados. Allí es cuando se impone el mundo quieto, casi sin paisaje, que la autora crea: un conjunto de escenarios donde los seres humanos se entrecruzan de una forma solo tangencial. Así, el regreso a la infancia permite un redescubrimiento literario del niño como figura paradigmática y a la vez necesaria para centrar la atención en los secretos de lo no dicho. Si la misma etimología de la palabra, del latín infans, alude al que no habla, el niño (el infante) se caracteriza por una voz incierta, un discurso elíptico dominado por silencios e imágenes sensoriales.

En los paisajes desmantelados de los cuentos de Los niños se ahogan en silencio, donde las escenografías parecen ocultar justo detrás— un vacío definitivo, los niños y los adultos pueden volverse monstruos. Son monstruos a partir, de nuevo, de la etimología del término: no solo como el monstrum clásico ser o suceso sobrenatural sino sobre todo como «modelo en aumento, desplegado en todas las irregularidades posibles», del que nos habla Michel Foucault. En otros términos, los seres de Bello son una advertencia sobre nuestros límites y sobre las posibilidades de romper barreras, desafiar (a menudo perversamente) lo establecido. El monstruo en la literatura contemporánea es un ser de los límites, se coloca por su propia condición, en un entre-lugar, allí donde existe esa mínima fisura que aleja y conecta a la vez el espacio del nomos y el de la diversidad, de la amenaza. Lo siniestro que se respira en Los niños se ahogan en silencio deja de asociarse a la figura del monstruo en su acepción más tradicional: esa forma sutil de monstruosidad que Bello moldea se sitúa directamente en la realidad, sin desfigurarla ni deformarla.

Son monstruos los seres que cargan con alguna anomalía, los que manifiestan alguna desviación peligrosa para la estructura normativa vigente, los que ejercen alguna forma de «violencia» que pone al descubierto la vulnerabilidad de lo social. Pero, en un sentido más amplio (el que aquí nos importa subrayar), el espacio del monstruo es el lugar del Otro: el extranjero, el indio, el negro, el sans-papiers, en ciertos ámbitos todavía lo es la mujer, pero sobre todo lo es el loco, el deforme, el discapacitado. En «Los niños se ahogan en silencio», la desviación de la norma de dos niñas gemelas, su discapacidad mental, es un dato que la autora proporciona de manera explícita; el guiño a «La gallina degollada» queda patente en la figura de «dos adolescentes morfológicamente quirogueanas». Dejar que el miedo se incorpore gradualmente en la narración parece, así, una forma de decirnos que el monstruo, en sus variantes, puede leerse como un paradigma de interpretación de la relación entre el sujeto y el espacio social. 

Otros monstruos que pueblan las páginas de Los niños se ahogan en silencio son los fantasmas que lastiman, los que Jacques Derrida incluye en el marco de su fantología, aludiendo a las dinámicas de asedio que lleva a cabo el fantasma, capaz de acosar y/o merodear un determinado espacio humano sin llegar a ocuparlo de forma definitiva ni total. Allí es cuando se vuelve ineludible convivir con el espectro y acostumbrarse a su presencia, habitando tanto lo cotidiano real como lo imaginario. Es lo que ocurre en «La fuente», texto en el que la oscuridad emocional que permea al pequeño protagonista, Bruno, alcanza una posible explicación a partir de un abuso solo sugerido: 

No estaba acostumbrado a tantas atenciones, a las caricias. Casi no iban a la playa. La casa permanecía con las persianas bajas, […]. Durante esos veinte días un par de veces tocaron la puerta. [...] pero la maestra no contestó y se puso el índice sobre la boca, como las enfermeras de los cuadros, para indicarle a Bruno que se quede callado.

La maestra y el recuerdo de esa experiencia son los espectros de Bruno: sus fantasmas todavía no aprehendidos y que constituyen una parte inmaterial, si bien clave, de su realidad diaria. 

Quizás sea también un fantasma ese Bernal que, después de muerto, en «Alterego» comienza a responder (¿desde el más allá?) a los comentarios que deja en su publicación la protagonista del relato. 

Otros monstruos visibilizan la amenaza contra el cuerpo social, por su anomalía, por su imposibilidad de regulación. En «Un verano», el cuento nos introduce en la dimensión del recuerdo de un niño que nos habla desde uno de los espacios paradigmáticos de la geografía oriental: el balneario atlántico. «Yo estaba haciendo como que juntaba las ranitas en un frasco. Las encontraba más que nada en la tardecita adentro del baño. Bien cosa de balneario». El tránsito de la rememoración en primera persona a una narración a cargo de una voz tercera confirma la búsqueda de Bello de una complejidad estructural y compositiva en la que signos gráficos (en este caso un asterisco) facilitan la percepción de los cambios de perspectivas. A medida que la narración avanza, crece la sensación de un pecado indescifrable, cometido por la joven protagonista en nombre de una irresponsabilidad que la vuelve, ahora sí, un peligro. Pese a la revelación deliberada y acertadamente tardía, el texto está salpicado de alusiones a formas sutiles de desviación, transgresión y resistencia por parte de la figura  protagónica. Tales actitudes anómalas y transgresoras remiten a la figura del monstruo como posible amenaza tanto al orden normativo de la sociedad como a la salud misma de la comunidad. 

No deja de acercarse a lo monstruoso esa joven mujer, Felicia, que la narradora de «La Gran Ola de Kanagawa» define como «nuestra amiga espectral»: una adolescente destinada a dejar Montevideo y vivir años en Tokio, Berlín o Budapest como efecto del cargo diplomático que desempeña la madre. De regreso a Uruguay, Felicia le encarga a su amiga (la narradora) la custodia de «dos seres mitológicos del tamaño de un niño, resplandecientes, con ojos rasgados y sonrisas ladinas  [...] Yo los escrutaba por arriba del hombro pensando que en cualquier momento cobraban vida y nos mataban». La carga ominosa que la protagonista percibe en las dos figuras explica sus vanos intentos de ocultarlas en un lugar vacío, contiguo al televisor, allí donde —al prender el aparato— «la luz de la pantalla exageraba sus sombras contra la pared y se agigantaban como una leyenda». Aun si arrinconadas, las dos esculturas siguen al acecho: significan la traslación del peso con el que no quiere cargar Felicia, y que ella —como un vampiro contemporáneo— vuelca encima de su amiga. Bello no solo nos habla de cómo la conceptualización de lo monstruoso obliga a la sociedad normalizada a (re)definir los valores básicos que rigen y gobiernan la estructura social y a repensar las formas de administración de la diferencia (el monstruo), sino que plantea otro tipo de reflexión acerca de la variedad de formas de construcción del punto de vista. Esta reflexión —tal como se ha adelantado— se desmarca de implicaciones ético-sociales para redefinir cuestiones narratológicas. Si preguntas como ¿Quién nos habla? o ¿Por qué este narrador sabe lo que nos está contando? habían sido las dos interrogantes clave de El resto del mundo rima, en Los niños se ahogan en silencio las inquietudes de la autora amplían el alcance de su horizonte y dejan al descubierto la práctica virtuosa de convertir la escritura de ficción en una reflexión sobre el ejercicio de contar. Es lo que ocurre en «Estancamiento» —relato de capas superpuestas y corte distópico ambientado en un tiempo indefinido. 

En «Posible cuento» el solapamiento de los eventos que acontecen en el plano de la realidad de la protagonista dentro del primer nivel narrativo (una joven escritora) y los que ocurren en el plano de los personajes de la historia que ella pretende crear definen una composición narrativa centrada en una puesta en abismo que confirma la búsqueda de Bello por indagar desde la ficción en la práctica de la escritura. En primer nivel, seguimos el viaje en ferry de la joven escritora mientras cruza el Río de la Plata y reflexiona sobre el ejercicio mismo de escribir: 

Me obligo a pensar en el taller, [...] en que ayer hablamos de un texto de Bellatin. En que todos dijeron que un cuento tiene que ser breve, que tiene que tener principio, nudo, desenlace. Nadie habló de sus capas, tampoco del tiempo ni de la alternancia. [...]. Escribo esto en mi libreta, escondida en el último gabinete del baño de mujeres. 

Finalmente, en «Narrador testigo» las vivencias diarias de una mujer agobiada por graves problemas de salud son descritas desde una perspectiva que abre y cierra, alternativamente, las posibilidades de observación del peculiar narrador testigo, capaz de contemplar a la joven solo en presencia de superficies brillantes o luz intensa. Así, el lector sigue a este narrador en sus intentos de no perderle el rastro a la protagonista («A veces sale de cuadro, pero después del café que toma de pie junto a la mesa de la cocina, nos volvemos a ver cuando prende la luz del baño»), en un proceso de acercamientos casi simbióticos y alejamientos súbitos que vuelven inaprensible el límite entre los dos, hasta conducir al narrador testigo a revelar cuán extraño es «sentir que de pronto soy otro que no es ella». 

Insistir en que Los niños se ahogan en silencio es un libro necesario pretende subrayar el valor de un conjunto de relatos en los que anidan el dolor y el deseo de jugar con la mirada, en los que conviven la aceptación de la precariedad como efecto de la fragilidad humana y el gusto por la creación, producto de un talento lúcido.

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